Por Javier Manríquez Piérola
Es bonito Puente Alto. Y es bonito porque tiene un encanto especial, que no es solo bello, sino también triste, o dulce, o frágil.
Lo bonito, lo realmente bonito, pareciera no ser perfecto, o simétrico; por el contrario, es como si fuera una suma, o a lo mejor una división: contiene también la falla; un atractivo desde algo que no se puede decir, o entender, y que está ahí siempre, en el detalle, en el error, en eso que finalmente es humano. Como una niña linda que es más linda por la cicatriz chiquitita que tiene en la cara.
Puente Alto es bonito porque tiene en su nombre la derrota. Por una batalla, dicen, que se dio una noche cuando Francisco de Villagrán y sus tropas acamparon a orillas del Río Maipo y el pueblo indígena, al verlos, armó un puente con ramas y maderas desde el otro lado de la corriente y se lanzó contra el conquistador, perdiendo casi de inmediato.
El mismo Francisco le escribiría después al Rey de España contándole la “batalla del Puente Alto”.
Nacer aquí tiene un poco de eso, como de gesta heroica. Es nacer lejos de todo, al amparo de un Cristo escondido y por algún motivo completamente negro, que sirve de paseo dominical y excusa perfecta para el pan amasado.
Es vivir con una distancia especial adentro, de provincia, de regiones, incomprensible para el resto de la gente.
Esa distancia, natural, impuesta, concreta y simbólica, es también una forma de españoles aguardando a orillas del río: un peligro pasivo, amenazante, en apariencia insoslayable.
Estudiar o trabajar no es lo mismo viviendo aquí que en Providencia, o Ñuñoa, o La Reina o Las Condes.
Es evidente.
Pero tampoco es imposible.
Y ahí también es lindo Puente Alto. Porque ante la adversidad asoma esa dignidad popular; ese honor de las señoras. Y como puente está lejos de todo, todo está en puente. En esa fiesta inolvidable que es la capitalísima capital multicultural Plaza de Puente Alto, donde todo sucede, con una distinguida oferta gastronómica que viaja de Medio Oriente a los misterios del Perú en menos de una cuadra, y donde cualesquiera cosa que se tenga que hacer está ahí y las colas son enormes, y la gente grita, y se ríe, y anda con bolsas esquivando supermercados, y las señoras cruzan Concha y Toro como por hobby y los colectivos tienen su propio territorio frente al Montserrat y un bailarín detrás del paradero está 24/7 lanzando una combinación letal de brazo-pecho-brazo-pecho.
No hay prejuicios de comercial, ni la miseria pop que pretenden vender los medios. Lo que se vislumbra es el antiguo pueblo de las arañas, modernizado, sumido en el libremercado, sí, pero todavía con la esencia divina de la provincia, con honestidad, con verdad, y en resumidas cuentas: con amor.
Y por eso la gente estudia, y sale, y surge, y vuelve y se queda o vuelve a salir.
Porque Puente Alto está lleno de detalles lindos, encantadores. Las casitas de colores por Sargento Menadier antes de llegar a Concha y Toro, las ferias libres/de las pulgas que son las verdaderas reservas culturales de la nación (cuántas discusiones de cine independiente albegaron esas cunetas), la plaza al frente de la Matte, epicentro de skaters y cimarras; la parroquia María Magdalena, paisaje melancólico por excelencia y hogar del matrimonio insigne de Arturo Sanhueza, ex capitán de Colo Colo, el equipo del pueblo, cuyo último emblema también nació en estas tierras: Luis Mena, ciudadano ilustre. Y por supuesto, todo a minutos de la morada de los Aránguiz Sandoval, donde dio sus primeros pasitos el pequeño Charles, príncipe todoterreno que hoy se prepara para conquistar Alemania.
Y como Lucho Mena, que se sabía malo pero siempre fue el más aplicado, el primero en llegar, el último en irse y el que siempre terminó jugando, la aparente desventaja histórica de esta locación nosotros la convertimos en fortaleza.
Crecimos en el amor, y a nosotros nadie nos regaló nada. Esa dicotomía hace que el puentealtino sea un ciudadano acostumbrado al esfuerzo, a las horas infernales de viaje para salir y volver, apretado como un jurel en el transantiago de los jureles, olvidado y vilipendiado por los medios, y sin embargo alegre y festivo, encariñado de su comuna. El puentealtino ha sabido sufrir, y sabe ser feliz.
Existe otra historia, acerca un puente necesario pero inútil, construido sobre adoquines para cruzar el canal Eyzaguirre, hace años, y que por su bello diseño curvo dificultaba la pasada de las carretas.
Tuvo que ser destruido, pero la comuna conservó el nombre: Puente Alto.
También somos eso. Una metáfora del Chile verdadero y encantador, involuntariamente divertido.
La tierra del loco Lalo, que transita buscando al padre perdido, haciendo reír y temer a cientos de escolares de todas las edades. La tierra de los Pollos Clavero, que no están en la calle Clavero, pero que siguen siendo oficialmente los pollos más ricos del mundo. La tierra del Nino Pizza, donde nadie va a comer Pizza sino completos y que por dios que son ricos. La tierra del Fliperin, que tiene mucho DDR y poco y nada de flíper. Y la Tierra del Palomo, que baila por cien pesos, por cincuenta pesos, o diez pesos, desde la humildad más pura, y siempre con la alegría verdadera.
Puente Alto es lindo por lo grande, lo popular, lo feliz y lo triste. Puente Alto es un puente de ramas, improvisado con maderas sueltas, que aunque perdamos la batalla, no se va a caer jamás.
Gentileza: noesnalaferia.cl